Ninguno sabe con certeza qué hay de extraño en ellos dos. Simplemente lo intuyen. Acodados en algún mostrador de algún lugar en alguna situación más o menos particular, intentan frenar las lágrimas que se agolpan en la puntita de sus ojos, y comienzan a mirarse de nuevo. Cada palabra dicha con un segundo de retraso genera acantilados monumentales, detenciones de tiempo infinito, tensión excesiva de cada músculo… y aunque parece que el tiempo no está a su favor, se empeñan en dilatar cada instante. Se despiden con un hasta siempre, con un apretón de manos, con una piedra en el zapato.