Lo extraño de la distancia.

"Siempre fuiste mucho hombre para mí, Arístides.
Ahora que no estas, pueblan mi mente recuerdos felices.
Ya quedaron atrás las disputas innecesarias, los golpes de ocasión,
la indiferencia al acostarnos. Y es raro, pero sólo me asalta el recuerdo
de nuestros viajes a la playa, y de cómo te hacías milanesa…"


Dijo la señora segundos antes de quitarse la vida ahorcándose con su propio corpiño.

De la espera inevitable


Ninguno sabe con certeza qué hay de extraño en ellos dos. Simplemente lo intuyen. Acodados en algún mostrador de algún lugar en alguna situación más o menos particular, intentan frenar las lágrimas que se agolpan en la puntita de sus ojos, y comienzan a mirarse de nuevo. Cada palabra dicha con un segundo de retraso genera acantilados monumentales, detenciones de tiempo infinito, tensión excesiva de cada músculo… y aunque parece que el tiempo no está a su favor, se empeñan en dilatar cada instante. Se despiden con un hasta siempre, con un apretón de manos, con una piedra en el zapato.

En cualquier rincón.



Es proverbial la incomunicación existente entre algunos seres. Hay ciertos pequeños animalitos habitantes de la zona más austral del continente que luego de pasar hasta varios años juntos, continúan empeñados en darse topetazos unos contra otros en claro signo revulsivo. En ocasiones simplemente se miran, con los ojos vacíos, por horas, años. No se animan a decir la palabra final, y así permanecen en un letargo indeseable que lo único que les recuerda es su imposibilidad de vivir. Cada tanto vuelven de visita a esos besos furtivos, pero eso no sucede muy seguido. A veces sólo habitan pequeñas porciones de sueño nocturno, pero en otras tantas llegan a poblar parcelas inconmensurables de vida virgen.