Oscultando exageraciones



El pálpito de ser lo peor se convierte en una operación afectiva, como un mugido de vaca, o la certeza del pez vuelta aleta, o alguna mujer vuelta figurita coleccionable.
Practico tiro al blanco, al rojo y al violeta, que son todos el mismo por mirarme con entonada estupidez.
Calculo por calcular, por divertimento matemático, entonces decapito fósforos y alfileres.
Che, la cabeza es solo mía, y por mía nada más, si se portara bien la dejaría dar una vuelta en ella misma.
Por último agarro la copa más filosa y en un furor de brazo veloz, la arremeto contra los aires esperando que haga contacto con alguna cabeza, con esa desprevenida, con la paseante más dominguera.

De algunas salvaciones

Los arrecifes no supieron contenerlo. 
Necesitaba armar su pequeña barcaza 
y salir nuevamente. 
Juntó troncos, hojas, semillas, alguna que otra raíz, 
juntó los suspiros uno a uno, las palabras dichas a nadie, 
la sombra de la tardecita y unos cuantos granos de arena. 
Luego, a falta de otras manos, se estrechó a sí mismo las palmas, 
en fraternal saludo. 
Se miró cómplice, pareciendo entender lo que él mismo pensaba. 
El botecito lo esperaba valseando en las olas orilleras, y él, primero con el pie derecho para tener algo de suerte, pisó el agua salada. 
Un paso siguió al otro, y otro más y otro. Sus pies fueron millones hasta que el último, escondiendo bajo la espuma al rulo más alto de todos, se perdió en el agua.

En lo bajo de sus tacos


Por su diminuto tamaño, pequeña ventarrón la llaman. 
Tiene algunos años escondidos en los pliegues de su piel, 
y la mayoría de ellos no le pertenecen.
Cuando camina, las flores de su vestido se le desprenden de a una, 

y ella, sin siquiera mirar para atrás, sonríe altanera dejándolas caer.
Desde muy chiquita, su cadera se independizó aprendiendo a moverse de un lado al otro con un ritmo propio, 

marcando el compás de todos los hombres que la miraban y de los que fingían no hacerlo.
Sus piernas son gruesas y las mueve con severa exactitud, 

asomándolas por el tajo de su pollera. 
Su vientre esconde más de un secreto, más de una cicatriz, 
la silueta de escandalosas cantidades de hombres que supieron revolverse en él,
esconderse de los huesos ajenos.
Tiene varios nombres y los llevaba a todos lados. 

Los guarda en una pequeña carterita color azul que alguno le regaló, 
junto a frasquitos llenos de las lagrimas más saladas que alguna a vez a escondidas lloró.

Ventarrón la llaman desde los tres disparos, o cuatro, que dio alguna noche.
No hay ventana, puerta, ni pecho que no se abra a su paso, 

o vieja que no se escandalice por lo terrible de su escote.
Cuando sus manos se abren, sus labios, algo marchitos, saben a licor de tristeza.
Cuando entra a algún lugar nunca se saca el sombrero y tiene una forma muy particular de saludar. 

Se sienta siempre de espaldas a la puerta y deja que el que llegue la tome del brazo mientras suspira mariposas.
Cuando habla se dibujan sonrisas y ojos empañados, pero al alejarse tres pasos los rostros inmediatos se travisten de melancolía.
Ventarrón asoma de vez en cuando, después de lo último, después de la coagulación, después de haber amado, en el momento en que aún duele.