Los arrecifes no supieron contenerlo.
Necesitaba armar su pequeña barcaza
y salir nuevamente.
Juntó troncos, hojas, semillas, alguna que otra raíz,
juntó los suspiros uno a uno, las palabras dichas a nadie,
la sombra de la tardecita y unos cuantos granos de arena.
Luego, a falta de otras manos, se estrechó a sí mismo las palmas,
en fraternal saludo.
Se miró cómplice, pareciendo entender lo que él mismo pensaba.
El botecito lo esperaba valseando en las olas orilleras, y él, primero con el pie derecho para tener algo de suerte, pisó el agua salada.
Un paso siguió al otro, y otro más y otro. Sus pies fueron millones hasta que el último, escondiendo bajo la espuma al rulo más alto de todos, se perdió en el agua.